sábado, 24 de febrero de 2018

Temuyín



Temuyín llegó a la cima de la montaña Burkhan Khaldun a duras penas. Tenía unos doce años, pero la determinación de un adulto. Se hallaba vestido con harapos y calzado con unas sandalias que se deshacían a cada paso. El tibio sol de noviembre no calentaba lo suficiente y el niño sufría las inclemencias del duro otoño que cubría la región. Una vez allí, observó el paisaje: no había nada, ni un árbol, ni un animal, ni una roca. Un tenue y helado viento le golpeaba el cuerpo haciendo que el frío le cale los huesos sin piedad.

Descargó la bolsa que llevaba a sus espaldas y un fardo de madera seca. Hizo el fuego, y de la bolsa sacó un pequeño gato que atinó a lanzar un tibio maullido producto del susto, más que del frío. Temuyín tomó un cuchillo de entre sus ropas y, sin remordimiento y con rapidez, lo degolló. Rápidamente trazó un triángulo con la tibia sangre del extinto animal y arrojó el cuerpo al fuego; inmediatamente se avivaron las llamas y el olor a pelo y carne quemada penetró en todo su cuerpo, cubriéndolo. Se sentó dentro del triángulo, cerró los ojos y murmuró unas plegarias inteligibles.
Permaneció con los ojos cerrados por cerca de diez minutos, hasta que alguien habló.

—Levántate, niño—dijo la voz.

Temuyín abrió los ojos se encontró con un hombre de tamaño excepcional, vestido únicamente con un taparrabos, descalzo y poseedor de unos penetrantes ojos rojos, su cara estaba cubierta por una espesa y larga barba negra. Se encontraba sentado en una especie de trono hecho de huesos, frente a él había una mesa con una variedad exquisita de diferentes comidas, y a un costado del trono había un cofre de madera de gran tamaño. Temuyín notó que el cofre se movía.

—¿Tienes hambre, niño?

Temuyín sí que tenía hambre, más que hambre, estaba desesperado por probar un bocado de comida decente, desde que su familia había caído en desgracia, por culpa de la traición del clan Borjigin, dejándolos a todos en la indigencia, solo había comido basura.

—La comida puede esperar— contestó con aplomo Temuyín.

El hombre esbozó una sonrisa.

—Bien— dijo —si no es comida lo que quieres, ¿Para qué me convocaste?

—Quiero recuperar el honor de mi familia.

—¿Qué puede ofrecerme un harapiento como tú a cambio de semejante petición?

Temuyín clavó sus ojos en los del hombre, fijamente, un águila que en su presa. El hombre le sostuvo la mirada unos minutos y luego desvió la vista.

—¡Bah! — dijo con desdén, se paró y comenzó a caminar de un lado a otro —Esto no prueba nada. Tú no tienes nada para mí. ¡Nada!

La caja dio un salto.

—¿Qué hay en la caja? — Preguntó Temuyín.

—Nada que te interese.

—Me interesa

—¿Por qué?

—Porque tiene que ver con mi futuro.

El hombre se detuvo y lo observó. Temuyín, impasible, le sostenía la mirada.

—Eres muy inteligente, niño.

—No soy un niño.

—Tal vez no de aquí—contestó el hombre mientras se señalaba la cabeza—Pero si de aquí—Y se señaló el corazón— No tienes lo que se necesita para hacer lo que debes hacer.

—Solo quiero recuperar el honor de mi familia y ocupar mi lugar en el clan Borjigin

—No, no es eso lo que tú quieres, niño.

—¡No soy un niño! —gritó Temuyín.

—No es eso lo que quieres, Temuyín, hijo de Yesukhei.

Temuyín se sobresaltó. De repente los roles se habían invertido, ahora el hombre lo miraba impasible, de pie al lado de la caja que no dejaba de moverse; Temuyín, ahora no pudo sostener la mirada y bajó la cabeza.

—No—dijo—No es eso lo que quiero.

La caja se volvió a mover, el hombre le dio una patada.

—Estate quieto— le dijo a la caja.—¿Qué hay en la caja? — volvió a preguntar Temuyín.

—Una persona, de otro lugar y otro tiempo. Él hizo un trato conmigo, y ahora le toca cumplir su parte. No es de importancia. Volvamos a lo nuestro, dime que quieres. Dime lo que realmente quieres.

—Quiero dominarlo todo, todo el mundo.

El hombre sonrió.

—Eso está mejor, tal vez podamos llegar a un acuerdo

Temuyín permaneció en silencio, su cara denotaba satisfacción. Sin embargo, aún le intrigaba la caja, que no dejaba de moverse.

—¿Por qué una caja? — le preguntó al hombre

—Porque yo así lo deseo, es el precio que la persona dentro de ella debe pagar por su petición.

—¿Y cuál fue su petición?

—La misma que la tuya

Para Temuyín, la caja era un pequeño precio para su ambición.

—Puedes irte, Temuyín, hemos llegado a un acuerdo.

El niño, ahora convertido en hombre, se paró y tomó su bolsa; frente a él, la mesa, el trono, el hombre y la caja habían desaparecido.

Sabía con quien había hecho el trato, era Erlig Khan, dios del inframundo. Y gracias a él, pronto se convertiría en Genghis Khan, primer emperador Mongol.

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