Faltaban apenas unos minutos para la activación del
portal que me trasladaría al viejo siglo XX.
Mientras esperaba con los ojos cerrados repasé
mentalmente, y por enésima vez, que todo estuviese en orden: la ropa, los
zapatos, el sombrero; todo lo que llevaba puesto coincidía con los archivos
históricos que la institución poseía sobre aquella época; un viejo traje de
color gris, camisa blanca, corbata y sombreo haciendo juego, junto con unos
pulcros, y tremendamente incómodos, zapatos negros. Una vestimenta a todas
luces aburrida. El pasado nunca dejaba de sorprenderme, ¿Cómo podían nuestros
ancestros vestirse de esta manera?
Además de la ropa, llevaba un antiguo pero
impecable fusil Mannlicher-Carcano M91 con una carga completa.
Todo lo que necesitaba saber sobre el período de
tiempo al que me trasladaría, como así también el detalle de mi misión, se
encontraba almacenado en mi mente. Una de las ventajas de tener memoria
eidética.
Memoria eidética, la bendición y maldición de mi
vida. Fue la razón por la que me aceptaron en la fuerza en detrimento de mis
pobres aptitudes físicas, esto me permitió llevar una vida mejor que la mayoría.
Mientras muchos pasaban hambre o comían los suplementos vitamínicos provisto
por el gobierno central, yo podía disfrutar de beber agua pura y saborear comida
de verdad, inclusive podía comer carne una vez a la semana. Pero el destino era
cruel, y el precio que pagué por recordar todo fue el de recordar absolutamente
todo. En mi mente figuraban los detalles de la muerte de mi madre, mis años
viviendo en las calles aledañas al yermo, los constantes actos de violencia y
abuso que sufrí por ser flaco y débil, mi triste y solitaria adolescencia,
hasta que fui reclutado por la Policía Temporal. Los recuerdos eran una carga
que llevaba conmigo a través de los años como Oficial de Segunda Clase de la
PT.
Viajar en el tiempo no era fácil ni barato. Cada
salto temporal consumía una absurda cantidad de energía, ya de por sí escasa en
el siglo XVIII.
Desde el momento del salto hasta el retorno, las
líneas temporales debían estar abiertas a través del espacio-tiempo o, de lo
contrario, no podría regresar luego de cambiar la historia.
Cada cambio generado en el pasado cambiaba
radicalmente el presente. Este cambio no era instantáneo. Una vez alterada la
historia, se producía una suerte de explosión temporal cuya onda expansiva
viajaba a través del espacio-tiempo hacia el infinito cambiando todos los
eventos siguientes. El objetivo de mantener abierta las líneas temporales era la
de permitirme regresar a mi época antes de que ésta sea impactada por la onda
expansiva, de modo que yo también fuera parte del cambio. De lo contrario, no
solo quedaría varado en el pasado, sino que podría dejar de existir, generando
una paradoja de proporciones bíblicas.
Abrí los ojos. Me encontraba sentado en una sala
enteramente de metal sin remaches ni soldaduras visibles, la silla era una
extensión del piso, también de metal e increíblemente incomoda, sobre mi cabeza
estaba la compuerta por la que saltaría en el tiempo cuando los operarios de la
sala de control, que estaba frente a mi separada por un grueso panel de vidrio,
lo dispusieran. Junto a ellos se encontraba mi jefe, Dimitri Rytzing, director
de operaciones de la PT.
—¿Todo en orden, Robert? — Me preguntó.
—Si, todo en orden. ¿Falta mucho para la
alineación?
—Solo un par de minutos. ¿Desactivaste las
ampliaciones?
¡Las ampliaciones! Lo había olvidado. Presioné un
pequeño interruptor detrás de mi oreja derecha y quedaron desactivadas. Ahora era
un hombre normal, al menos hasta que llegue a mi destino. Agregarme las ampliaciones
fue una idea de Dimitri para compensar mi pobreza física. Mientras las tuviera
activadas, era una especie de super hombre; rápido, ágil y fuerte. Pero por
alguna razón no podíamos viajar en el tiempo con las ampliaciones encendidas.
Esto fue descubierto de la peor manera, cuando uno de los primeros agentes
temporales que fue ampliado realizó un salto. Todo lo que regresó de él fue una
bola de carne deforme y sin huesos.
—Ampliaciones
desactivadas— contesté.
Cerré los ojos nuevamente
y mientras esperaba el momento del salto y acariciaba el mango del fusil, pensaba
en las ironías de la vida. Antiguamente, antes de que se descubriera el viaje
en el tiempo, la policía se dedicaba a salvar vidas. Mi misión, por otro lado, era
la de acabar con una para preservar la integridad temporal.
—Diez segundos— avisó
uno de los operadores de control.
La compuerta sobre mi
cabeza comenzó a abrirse y una poderosa luz surgió de ella.
Observé el cartel con
los datos del destino que figuraba sobre la gran ventana de vidrio:
“Dallas/Texas/USA/22-11-1963/12:30”, y desaparecí.
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