sábado, 24 de febrero de 2018

El viajero


Faltaban apenas unos minutos para la activación del portal que me trasladaría al viejo siglo XX.

Mientras esperaba con los ojos cerrados repasé mentalmente, y por enésima vez, que todo estuviese en orden: la ropa, los zapatos, el sombrero; todo lo que llevaba puesto coincidía con los archivos históricos que la institución poseía sobre aquella época; un viejo traje de color gris, camisa blanca, corbata y sombreo haciendo juego, junto con unos pulcros, y tremendamente incómodos, zapatos negros. Una vestimenta a todas luces aburrida. El pasado nunca dejaba de sorprenderme, ¿Cómo podían nuestros ancestros vestirse de esta manera?

Además de la ropa, llevaba un antiguo pero impecable fusil Mannlicher-Carcano M91 con una carga completa.

Todo lo que necesitaba saber sobre el período de tiempo al que me trasladaría, como así también el detalle de mi misión, se encontraba almacenado en mi mente. Una de las ventajas de tener memoria eidética.

Memoria eidética, la bendición y maldición de mi vida. Fue la razón por la que me aceptaron en la fuerza en detrimento de mis pobres aptitudes físicas, esto me permitió llevar una vida mejor que la mayoría. Mientras muchos pasaban hambre o comían los suplementos vitamínicos provisto por el gobierno central, yo podía disfrutar de beber agua pura y saborear comida de verdad, inclusive podía comer carne una vez a la semana. Pero el destino era cruel, y el precio que pagué por recordar todo fue el de recordar absolutamente todo. En mi mente figuraban los detalles de la muerte de mi madre, mis años viviendo en las calles aledañas al yermo, los constantes actos de violencia y abuso que sufrí por ser flaco y débil, mi triste y solitaria adolescencia, hasta que fui reclutado por la Policía Temporal. Los recuerdos eran una carga que llevaba conmigo a través de los años como Oficial de Segunda Clase de la PT.

Viajar en el tiempo no era fácil ni barato. Cada salto temporal consumía una absurda cantidad de energía, ya de por sí escasa en el siglo XVIII.

Desde el momento del salto hasta el retorno, las líneas temporales debían estar abiertas a través del espacio-tiempo o, de lo contrario, no podría regresar luego de cambiar la historia.

Cada cambio generado en el pasado cambiaba radicalmente el presente. Este cambio no era instantáneo. Una vez alterada la historia, se producía una suerte de explosión temporal cuya onda expansiva viajaba a través del espacio-tiempo hacia el infinito cambiando todos los eventos siguientes. El objetivo de mantener abierta las líneas temporales era la de permitirme regresar a mi época antes de que ésta sea impactada por la onda expansiva, de modo que yo también fuera parte del cambio. De lo contrario, no solo quedaría varado en el pasado, sino que podría dejar de existir, generando una paradoja de proporciones bíblicas.

Abrí los ojos. Me encontraba sentado en una sala enteramente de metal sin remaches ni soldaduras visibles, la silla era una extensión del piso, también de metal e increíblemente incomoda, sobre mi cabeza estaba la compuerta por la que saltaría en el tiempo cuando los operarios de la sala de control, que estaba frente a mi separada por un grueso panel de vidrio, lo dispusieran. Junto a ellos se encontraba mi jefe, Dimitri Rytzing, director de operaciones de la PT.

—¿Todo en orden, Robert? — Me preguntó.

—Si, todo en orden. ¿Falta mucho para la alineación?

—Solo un par de minutos. ¿Desactivaste las ampliaciones?

¡Las ampliaciones! Lo había olvidado. Presioné un pequeño interruptor detrás de mi oreja derecha y quedaron desactivadas. Ahora era un hombre normal, al menos hasta que llegue a mi destino. Agregarme las ampliaciones fue una idea de Dimitri para compensar mi pobreza física. Mientras las tuviera activadas, era una especie de super hombre; rápido, ágil y fuerte. Pero por alguna razón no podíamos viajar en el tiempo con las ampliaciones encendidas. Esto fue descubierto de la peor manera, cuando uno de los primeros agentes temporales que fue ampliado realizó un salto. Todo lo que regresó de él fue una bola de carne deforme y sin huesos.

—Ampliaciones desactivadas— contesté.

Cerré los ojos nuevamente y mientras esperaba el momento del salto y acariciaba el mango del fusil, pensaba en las ironías de la vida. Antiguamente, antes de que se descubriera el viaje en el tiempo, la policía se dedicaba a salvar vidas. Mi misión, por otro lado, era la de acabar con una para preservar la integridad temporal.

—Diez segundos— avisó uno de los operadores de control.

La compuerta sobre mi cabeza comenzó a abrirse y una poderosa luz surgió de ella.

Observé el cartel con los datos del destino que figuraba sobre la gran ventana de vidrio: “Dallas/Texas/USA/22-11-1963/12:30”, y desaparecí.

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