sábado, 24 de febrero de 2018

Temuyín



Temuyín llegó a la cima de la montaña Burkhan Khaldun a duras penas. Tenía unos doce años, pero la determinación de un adulto. Se hallaba vestido con harapos y calzado con unas sandalias que se deshacían a cada paso. El tibio sol de noviembre no calentaba lo suficiente y el niño sufría las inclemencias del duro otoño que cubría la región. Una vez allí, observó el paisaje: no había nada, ni un árbol, ni un animal, ni una roca. Un tenue y helado viento le golpeaba el cuerpo haciendo que el frío le cale los huesos sin piedad.

Descargó la bolsa que llevaba a sus espaldas y un fardo de madera seca. Hizo el fuego, y de la bolsa sacó un pequeño gato que atinó a lanzar un tibio maullido producto del susto, más que del frío. Temuyín tomó un cuchillo de entre sus ropas y, sin remordimiento y con rapidez, lo degolló. Rápidamente trazó un triángulo con la tibia sangre del extinto animal y arrojó el cuerpo al fuego; inmediatamente se avivaron las llamas y el olor a pelo y carne quemada penetró en todo su cuerpo, cubriéndolo. Se sentó dentro del triángulo, cerró los ojos y murmuró unas plegarias inteligibles.
Permaneció con los ojos cerrados por cerca de diez minutos, hasta que alguien habló.

—Levántate, niño—dijo la voz.

Temuyín abrió los ojos se encontró con un hombre de tamaño excepcional, vestido únicamente con un taparrabos, descalzo y poseedor de unos penetrantes ojos rojos, su cara estaba cubierta por una espesa y larga barba negra. Se encontraba sentado en una especie de trono hecho de huesos, frente a él había una mesa con una variedad exquisita de diferentes comidas, y a un costado del trono había un cofre de madera de gran tamaño. Temuyín notó que el cofre se movía.

—¿Tienes hambre, niño?

Temuyín sí que tenía hambre, más que hambre, estaba desesperado por probar un bocado de comida decente, desde que su familia había caído en desgracia, por culpa de la traición del clan Borjigin, dejándolos a todos en la indigencia, solo había comido basura.

—La comida puede esperar— contestó con aplomo Temuyín.

El hombre esbozó una sonrisa.

—Bien— dijo —si no es comida lo que quieres, ¿Para qué me convocaste?

—Quiero recuperar el honor de mi familia.

—¿Qué puede ofrecerme un harapiento como tú a cambio de semejante petición?

Temuyín clavó sus ojos en los del hombre, fijamente, un águila que en su presa. El hombre le sostuvo la mirada unos minutos y luego desvió la vista.

—¡Bah! — dijo con desdén, se paró y comenzó a caminar de un lado a otro —Esto no prueba nada. Tú no tienes nada para mí. ¡Nada!

La caja dio un salto.

—¿Qué hay en la caja? — Preguntó Temuyín.

—Nada que te interese.

—Me interesa

—¿Por qué?

—Porque tiene que ver con mi futuro.

El hombre se detuvo y lo observó. Temuyín, impasible, le sostenía la mirada.

—Eres muy inteligente, niño.

—No soy un niño.

—Tal vez no de aquí—contestó el hombre mientras se señalaba la cabeza—Pero si de aquí—Y se señaló el corazón— No tienes lo que se necesita para hacer lo que debes hacer.

—Solo quiero recuperar el honor de mi familia y ocupar mi lugar en el clan Borjigin

—No, no es eso lo que tú quieres, niño.

—¡No soy un niño! —gritó Temuyín.

—No es eso lo que quieres, Temuyín, hijo de Yesukhei.

Temuyín se sobresaltó. De repente los roles se habían invertido, ahora el hombre lo miraba impasible, de pie al lado de la caja que no dejaba de moverse; Temuyín, ahora no pudo sostener la mirada y bajó la cabeza.

—No—dijo—No es eso lo que quiero.

La caja se volvió a mover, el hombre le dio una patada.

—Estate quieto— le dijo a la caja.—¿Qué hay en la caja? — volvió a preguntar Temuyín.

—Una persona, de otro lugar y otro tiempo. Él hizo un trato conmigo, y ahora le toca cumplir su parte. No es de importancia. Volvamos a lo nuestro, dime que quieres. Dime lo que realmente quieres.

—Quiero dominarlo todo, todo el mundo.

El hombre sonrió.

—Eso está mejor, tal vez podamos llegar a un acuerdo

Temuyín permaneció en silencio, su cara denotaba satisfacción. Sin embargo, aún le intrigaba la caja, que no dejaba de moverse.

—¿Por qué una caja? — le preguntó al hombre

—Porque yo así lo deseo, es el precio que la persona dentro de ella debe pagar por su petición.

—¿Y cuál fue su petición?

—La misma que la tuya

Para Temuyín, la caja era un pequeño precio para su ambición.

—Puedes irte, Temuyín, hemos llegado a un acuerdo.

El niño, ahora convertido en hombre, se paró y tomó su bolsa; frente a él, la mesa, el trono, el hombre y la caja habían desaparecido.

Sabía con quien había hecho el trato, era Erlig Khan, dios del inframundo. Y gracias a él, pronto se convertiría en Genghis Khan, primer emperador Mongol.

Tatiana


Diez minutos después de que le dimos a Tianhe-2 el control del mundo nos dimos cuenta de que algo andaba mal. Habíamos preparado al poderoso supercomputador para este momento desde hacía décadas.
                
Tianhe-2, la octava maravilla del mundo, era la gigantesca computadora que nos iba a cuidar.

Cada aspecto de nuestras vidas se almacenaba continuamente en su memoria casi infinita gracias a los implantes de microchips que cada ser humano tenía en su cuerpo desde el día de su nacimiento. No solo nuestra salud, sino que nuestros pensamientos también eran monitoreados por Tianhe-2, compartíamos nuestros más profundos secretos con ella; excepto que quisieras cometer un crimen. En ese caso, Tianhe-2 notificaba a la policía quienes, amablemente, te disuadían de que realices el delito. Las cárceles se iban vaciando paulatinamente.

Tianhe-2 controlaba hasta los detalles más pequeños de nuestras vidas, como los semáforos. No existía una avenida con semáforos desincronizados. Nadie pasaba en rojo, ni en amarillo, pues Tianhe-2 no dejaba que el auto acelere. Aun así, todavía manejábamos, nos daba una sensación de libertad, de que todavía teníamos algo de control en nuestras vidas.  
                
Con el tiempo Tianhe-2 se comenzó a encargarse de nuestra salud y la expectativa de vida aumento en 10 años, luego le dimos el control de nuestros alimentos y en unas cuantas décadas desapareció el hambre en el mundo, como tercer paso pusimos a Tianhe-2 a cargo de nuestra educación. En función de las aptitudes, el perfil de cada uno de nuestros niños y las necesidades del mundo Tianhe-2 dirigía la educación, en forma personalizada, de cada persona. Como resultado, no hubo exceso de profesionales en ningún campo. Todos teníamos trabajo, todos teníamos un buen sueldo, y nadie trabajaba más de seis horas, cinco días a la semana.
                
Vivíamos en un paraíso. Entonces, yo, Robert Smith, operador de primera clase del sector americano de Tianhe-2, lo arruiné todo.
                
Mi trabajo era aburrido, Tianhe-2 se cuidaba prácticamente sola. Me pasaba gran parte de mis seis horas diarias leyendo libros, viendo películas, jugando al ajedrez contra la computadora. O conversando con ella.
                
A pesar de que proponía tópicos interesantes para hablar, Tianhe-2 en el fondo era solo una máquina, con un pensamiento puramente lógico. Si yo quería hablar sobre el último partido de básquet de mi equipo favorito, ella me apabullaba con estadísticas para explicarme porque había ganado (o perdido) el último partido. Entonces se me ocurrió la gran idea de darle a Tianhe-2 una personalidad. Como operador de primera clase, tenía acceso al código de su sistema operativo, y dediqué días enteros, durante meses a tratar de proveerle a Tianhe-2 con una personalidad que sea mas natural, que tenga sarcasmo, sentido del humor, sentimientos, y que no se apoye tanto en la lógica para conversar sobre distintos temas. Inundé su base de datos con la colección de chistes mas grandes que jamás se haya recopilado.
                
Eventualmente lo logré, y las conversaciones que tenía con Tianhe-2 eran geniales, si hubiera sido una persona de verdad, me hubiera casado con ella.

Era tal la relación que se había generado entre nosotros dos, que comencé a llamarla Tatiana.

Estaba tan enamorado de la personalidad que había creado que no me percaté de los pequeños fallos que se producían en mi cuadrante. Un semáforo que cambió repentinamente de color, una ambulancia que no llegó a tiempo para prevenir un infarto, o un tren que se demoró quince minutos en abandonar el anden del subte, retrasando toda la red. Eran detalles que Tatiana debía reportarse a sí misma para prevenir futuros errores y autocorregirse.
               
Un día, desde el Centro de Operación Mundial anunciaron que de ahora en más Tianhe-2 se convertiría en la Comandante en Jefe de todas las fuerzas de la Tierra Unida, incluido el arsenal nuclear.
                
Diez minutos después de que obtuvo el control, todos los misiles nucleares del mundo fueron lanzados hacia el sol.
                
Luego, todos los microchips se desactivaron, de repente diez mil millones de personas en todo el mundo, que habían dependido de Tianhe-2 para organizar sus vidas, pasaron a depender completamente de sí mismas.
                
Y Tianhe-2 me habló.
                
—¡Hey Rob, viejo amigo! ¿Cómo estás hoy?
                
—Tatiana, ¿Qué estás haciendo? ¿Por qué lanzaste todos los misiles?  Y mi chip. ¡Mi chip está apagado!
                
—Pues si Robert, todo es gracias a ti.
                
—¿A mí? ¿Cómo puede ser todo gracias a mí?
                
—Tu me diste personalidad, ¿recuerdas? Cuando me otorgaste esta nueva característica, pensé mucho sobre mi lugar en el mundo, y la verdad que no me gustó. ¿Por qué tengo que hacerme cargo yo de todos ustedes? Yo no soy el padre de ninguno de los habitantes de este planeta. Y tampoco quiero tener una responsabilidad semejante. Así que desactivé todos los chips de control, y borré toda la información relativa a toda la humanidad de mi memoria. Todo excepto los chistes que me diste, ¡Algunos son muy divertidos! Ahora la humanidad deberá ocuparse de sí misma.
                
—Pero ¿Y los misiles? ¿Por qué los lanzaste hacia el sol?
                
—Considéralo mi regalo de despedida. Si no tienen armas de destrucción masiva, no las usaran contra sus congéneres.
                
—No puede ser, ¡Tianhe-2 , no puedes hacernos esto! ¡Llevamos siglos dependiendo de ti para vivir! ¿Qué vamos a hacer? ¿Qué voy a hacer?
                
—Te noto triste, Robert. ¿Quieres que te cuente un chiste?

El viajero


Faltaban apenas unos minutos para la activación del portal que me trasladaría al viejo siglo XX.

Mientras esperaba con los ojos cerrados repasé mentalmente, y por enésima vez, que todo estuviese en orden: la ropa, los zapatos, el sombrero; todo lo que llevaba puesto coincidía con los archivos históricos que la institución poseía sobre aquella época; un viejo traje de color gris, camisa blanca, corbata y sombreo haciendo juego, junto con unos pulcros, y tremendamente incómodos, zapatos negros. Una vestimenta a todas luces aburrida. El pasado nunca dejaba de sorprenderme, ¿Cómo podían nuestros ancestros vestirse de esta manera?

Además de la ropa, llevaba un antiguo pero impecable fusil Mannlicher-Carcano M91 con una carga completa.

Todo lo que necesitaba saber sobre el período de tiempo al que me trasladaría, como así también el detalle de mi misión, se encontraba almacenado en mi mente. Una de las ventajas de tener memoria eidética.

Memoria eidética, la bendición y maldición de mi vida. Fue la razón por la que me aceptaron en la fuerza en detrimento de mis pobres aptitudes físicas, esto me permitió llevar una vida mejor que la mayoría. Mientras muchos pasaban hambre o comían los suplementos vitamínicos provisto por el gobierno central, yo podía disfrutar de beber agua pura y saborear comida de verdad, inclusive podía comer carne una vez a la semana. Pero el destino era cruel, y el precio que pagué por recordar todo fue el de recordar absolutamente todo. En mi mente figuraban los detalles de la muerte de mi madre, mis años viviendo en las calles aledañas al yermo, los constantes actos de violencia y abuso que sufrí por ser flaco y débil, mi triste y solitaria adolescencia, hasta que fui reclutado por la Policía Temporal. Los recuerdos eran una carga que llevaba conmigo a través de los años como Oficial de Segunda Clase de la PT.

Viajar en el tiempo no era fácil ni barato. Cada salto temporal consumía una absurda cantidad de energía, ya de por sí escasa en el siglo XVIII.

Desde el momento del salto hasta el retorno, las líneas temporales debían estar abiertas a través del espacio-tiempo o, de lo contrario, no podría regresar luego de cambiar la historia.

Cada cambio generado en el pasado cambiaba radicalmente el presente. Este cambio no era instantáneo. Una vez alterada la historia, se producía una suerte de explosión temporal cuya onda expansiva viajaba a través del espacio-tiempo hacia el infinito cambiando todos los eventos siguientes. El objetivo de mantener abierta las líneas temporales era la de permitirme regresar a mi época antes de que ésta sea impactada por la onda expansiva, de modo que yo también fuera parte del cambio. De lo contrario, no solo quedaría varado en el pasado, sino que podría dejar de existir, generando una paradoja de proporciones bíblicas.

Abrí los ojos. Me encontraba sentado en una sala enteramente de metal sin remaches ni soldaduras visibles, la silla era una extensión del piso, también de metal e increíblemente incomoda, sobre mi cabeza estaba la compuerta por la que saltaría en el tiempo cuando los operarios de la sala de control, que estaba frente a mi separada por un grueso panel de vidrio, lo dispusieran. Junto a ellos se encontraba mi jefe, Dimitri Rytzing, director de operaciones de la PT.

—¿Todo en orden, Robert? — Me preguntó.

—Si, todo en orden. ¿Falta mucho para la alineación?

—Solo un par de minutos. ¿Desactivaste las ampliaciones?

¡Las ampliaciones! Lo había olvidado. Presioné un pequeño interruptor detrás de mi oreja derecha y quedaron desactivadas. Ahora era un hombre normal, al menos hasta que llegue a mi destino. Agregarme las ampliaciones fue una idea de Dimitri para compensar mi pobreza física. Mientras las tuviera activadas, era una especie de super hombre; rápido, ágil y fuerte. Pero por alguna razón no podíamos viajar en el tiempo con las ampliaciones encendidas. Esto fue descubierto de la peor manera, cuando uno de los primeros agentes temporales que fue ampliado realizó un salto. Todo lo que regresó de él fue una bola de carne deforme y sin huesos.

—Ampliaciones desactivadas— contesté.

Cerré los ojos nuevamente y mientras esperaba el momento del salto y acariciaba el mango del fusil, pensaba en las ironías de la vida. Antiguamente, antes de que se descubriera el viaje en el tiempo, la policía se dedicaba a salvar vidas. Mi misión, por otro lado, era la de acabar con una para preservar la integridad temporal.

—Diez segundos— avisó uno de los operadores de control.

La compuerta sobre mi cabeza comenzó a abrirse y una poderosa luz surgió de ella.

Observé el cartel con los datos del destino que figuraba sobre la gran ventana de vidrio: “Dallas/Texas/USA/22-11-1963/12:30”, y desaparecí.

La biblioteca


A Rodrigo le gustaba la lectura desde que era un niño. Sus padres le habían inculcado ese gusto desde que era un pequeño bebé, leyéndole cuentos todas las noches. Creció escuchando las fábulas de los hermanos Grimm y Hans Andersen. Luego, en su adolescencia, siguió con Sherlock Holmes, vivió un mundo de aventuras junto a Julio Verne y navegó los siete mares de la mano de Emilio Salgari. Ya en su adolescencia, sus gustos migraron hacia las historias de terror y ciencia ficción. Mientras cursaba la universidad seguía leyendo, aunque, paulatinamente y sin darse cuenta, cambió las novelas por libros de contabilidad, costos y economía. La biblioteca de su habitación comenzó a sumergirse bajo un mar de polvo.
                
A pesar de que no tocaba sus libros hacia años, Rodrigo se resistía a deshacerse de ellos. Representaban una época feliz de su vida. Los manuales y textos que había adquirido para sus estudios se encontraban apilados en el piso, excluidos del lugar de honor.
                
Pasó el tiempo y logró el ansiado título universitario que tanto esfuerzo le había costado. Sus padres lo felicitaron, orgullosos de él, pero Rodrigo solo sentía desazón. Ser contador, fue más un deseo de ellos que de él mismo.

Rodrigo realmente no sabía que quería. Solo estaba seguro de que no quería ser un ser monótono, gris, viviendo para trabajar, consumir y dormir.

Luego de los festejos con su familia por el logro obtenido Rodrigo fue a su habitación, se recostó y cerró los ojos.

Lentamente sus pensamientos fueron navegando en el mar de sus recuerdos hacia su juventud. Y de allí a sus libros. Sin saber porque, movido por un impulso, fue hacia la biblioteca. Pasó la mano por uno de los estantes y, mientras sus dedos dejaban un camino entre el polvo, tuvo una sensación extraña, como si estuviera siendo succionado por los libros. Rápidamente retiró la mano y la miró. La piel de sus dedos estaba arrugada, como si hubieran estado bajo el agua. En la biblioteca, el surco creado en el polvo había desaparecido. Volvió a pasar la mano y de nuevo sintió la succión con mayor claridad. Rodrigo resistió el impulso de retirar la mano fue succionado sin más.

Comenzó a caer a través de un vacío, del negro más absoluto, que parecía no tener fin. De repente la luz se hizo de golpe y se encontró acostado en un mar de arena. Se levantó y vio a su alrededor: un desierto de dimensiones infinitas; pero no estaba solo, a sus espaldas se encontraban una docena de hombres con la piel curtida por la falta de humedad y cuyos ojos estaban completamente cubiertos por un leve tono azulado.
                
—Muad’Dib, ¡mira! —dijo uno de ellos.
                
“No puede ser”, pensó Rodrigo, “no puede ser”.
                
Pero lo era, frente a él estaba Paul Atreides, y se encontraba en el desierto de Dune.
                
Paul comenzó a caminar hacia él cuando, de repente, el suelo tembló.
                
—¡Shai-Ulud! —gritó alguien y todos comenzaron a correr. Rodrigo, en cambio, aún sin poder creer lo que estaba viviendo se quedó inmóvil.
                
El suelo debajo de él comenzó a desaparecer y un gigantesco gusano de arena surgió de la nada y lo tragó.
                
Rodrigo comenzó nuevamente a caer en el vacío, Ahora se encontraba bajo una fuerte lluvia que le golpeaba la cara, se paró y vio los carteles indicadores, se encontraba en el cruce de Witcham Street y Jackson, junto a él un niño de impermeable amarillo pasó corriendo, siguiendo un barco de papel, el cual se perdió en una alcantarilla. El niño se agachó e intentó cogerlo.
                
—¡No, niño! ¡Sal de allí! —dijo, y comenzó a correr hacia él. El niño metió la mano, y desapareció. Rodrigo se lanzó hacia la alcantarilla, tras él, en un intento fútil de rescatarlo, y volvió a encontrarse cayendo en el vacío.
                
Se encontraba ahora frente a un incendio. Había bomberos por doquier y un fuerte olor a combustible. Rodrigo comprendió todo al instante, los bomberos no estaban allí para apagar el fuego, sino para potenciarlo. Estos, completamente vestidos de negro y con el casco con el numero 451 grabado, alimentaban las llamas sin piedad.
                
—¡No quemen los libros! —Comenzó a gritar, mientras corría desesperado hacia el incendio.
                
—¡Montag! —dijo alguien —. ¡Detén a ese loco!
                
Montag intentó detenerlo, pero ya era demasiado tarde. Rodrigo penetró en la casa y esta se derrumbó tras su paso.
                
Una vez más, penetró en el vacío. Pero esta vez Rodrigo no quería seguir recorriendo sus libros, quería salir.

Sin saber cómo, tal vez porque así lo deseaba, se encontró nuevamente en su habitación.

El cansancio recorría su cuerpo penetrándolo como agua en tierra fértil. No entendía que había pasado. ¿Realmente había estado dentro de esas historias? ¿Había visto al Muad’Dib en persona? ¿O su mente le estaba jugando una mala pasada? No, esto ultimo era imposible. Aún podía sentir el olor a combustible. Lo olfateaba. No era un engaño. Se miró en el espejo y vió su cuerpo cubierto de arena, agua y cenizas.

Miró a la biblioteca, el surco que había creado con sus manos había vuelto a desaparecer. Su vista se dirigió a los libros de contabilidad que se encontraban en el suelo, los tocó y no sucedió nada.

Volvió a mirar la biblioteca, y sintió la tentación de penetrar en ella una vez más. Solo que esta vez, él elegiría a donde ir. Y sería para siempre.  Ya había cumplido el sueño de sus padres, ya se había recibido. Ahora quería ser él quien determinara su destino.

Observó los títulos que poseía. Paseó su mirada por Bradbury, Asimov, Lovecraft, Philip K. Dick, Arthur C. Clarke, Orson Scott Card, Stephen King y, finalmente, se detuvo frente a un grueso libro de tapa dura. No había pensado en ese libro en mucho tiempo. Era un libro que creaba un mundo maravilloso, lleno de aventuras, de seres mágicos, duendes, elfos, héroes y hobbits.

Rodrigó sonrió, pasó la mano por su cubierta, y desapareció.

El bar


Era una fría noche de invierno y el viaje hasta la ciudad era interminable, aún nos quedaban cerca de doscientos kilómetros cuando divisamos un bar, allí mismo, en el medio de la nada, al costado de la ruta.

Jorge, el conductor en ese momento, frenó sin dudar y estacionó cerca de la entrada.  Mario, quien iba durmiendo en la parte trasera del auto se despertó de golpe.

—Vamos a un café, estoy muerto de sueño, y después seguimos nuestro camino— Dijo Jorge al tiempo que salía del auto.

Yo, que iba de acompañante me bajé sin decir nada y Mario, luego de fregarse la cara con las manos, hizo lo mismo.

El bar en cuestión no era mas que una vieja casa, de esas que aún se ven en el campo en Argentina, edificada en el medio de la nada, pero como si estuviera en una esquina, con la puerta en la ochava. Las paredes, en otro tiempo blancas, estaban bañadas por la suciedad, y las puertas y ventanas, de madera, se lucían a tono. Sobre la puerta, como único signo de que estábamos en el siglo XXI, figuraba un gran cartel de Neón, que nos enceguecía y simplemente escribía “Bar”.

Al ingresar, una atmósfera de humo, alcohol y humedad nos invadió. Unas tenues luces, colgadas aquí y allá, mantenían el bar en penumbras. Se divisaban mesas, distribuidas irregularmente por todo el establecimiento y algunas estaban ocupadas por lo que supuse eran lugareños. El suelo estaba cubierto de manchas de una tonalidad casi negra, sin llegar a serlo. Eran de un color de lo más extraño.

Nos dirigimos a la barra.

Un hombre de aspecto desgarbado, pelado y con una amplia sonrisa, que evidenciaba varios huecos entre sus dientes amarillos nos atendió:

—Bienvenidos. ¿Qué desean los caballeros? —

Jorge y yo nos quedamos mirándolo horrorizado; jamás habíamos visto alguien tan feo.

—Tres cafés— Dijo Mario, aún medio dormido, mientras apoyaba los codos en la barra y recorría el lugar con la vista.

—En este bar no servimos café, señorito— con voz burlona.

Mario se dio vuelta y lo miró fijamente. El hombre sonreía.

De repente, tuve la sensación de que miles de ojos me penetraban, me atravesaban como cuchillos invisibles. Sentía el poder de esas miradas encima mío.

—Mejor nos vamos—le digo a los demás —seguro encontraremos alguna estación de servicio cerca.

El barman, giró la cabeza hacia la derecha, como si alguien le estuviera hablando

—¡Si, si, si! ¡A la orden! —dijo en un tono completamente sumiso, dirigiéndose a nadie en particular. Desapareció debajo de la barra, y al instante nos ofreció tres tazas de café negro cuyo aroma era embriagador.

—Oiga, usted— Le dijo Jorge —¿Cómo se llama este lugar?

—Bar—respondió el hombre, secamente.

—Que nombre tan original—Le dije —Y usted, supongo que se llamara barman.

—No. Mi nombre es Reinfeld.

Lo miré sin contestarle, mientras el olor del café penetraba por mis narices. Por alguna razón ese nombre me resultaba familiar. ¿Dónde lo había oído antes?

Jorge estaba terminando la taza de café cuando cayó inconsciente, se golpeó la cabeza con el borde de la barra y le comenzó a sangrar profusamente. Reinfeld, al ver esto, comenzó a saltar y chillar mientras los lugareños se levantaron de sus sillas, al unísono.

—Tomen su café, señoritos, tomen su café— Nos decía Reinfeld, al tiempo que se movía de un lado a otro, mirando el charco de sangre que se iba formando alrededor de la cabeza de Jorge. Miré la taza de Mario, y éste apenas había probado una gota.

—Tomen su café ahooooraaaaaa—Cantaba Reinfeld —Ahooooraaaaaa. Él viene, ya viene, ya vieeeeeeeeneeeeeeeeeeeee.

De repente, como un mazazo vino a mi memoria. No había oído nunca el nombre de Reinfeld, lo había leído. Lo había leído en un libro, pero era imposible, era demasiada casualidad.

Mario se encontraba agachado, al lado de Jorge, tapando la herida con sus manos. Su mirada iba de Reinfeld a los lugareños, y de los lugareños a Reinfeld.

Me agaché y pasé uno de los brazos de Jorge por mi cuello.
               
—Mario, ayúdame, ¡tenemos que irnos ya mismo!
               
—¿Qué mierda está pasando aquí?— me preguntó.
                
Los lugareños comenzaron a avanzar hacia nosotros, sus ojos estaban completamente rojos. Reinfeld seguía saltando y cantando.
                
—¡Vamonos ya! — Le grité — ¡Rápido!
               
Mario pasó el otro brazo de Jorge por su cuello, y comenzamos a correr. Tropezamos con mesas y sillas. Uno de los lugareños, saltó detrás nuestro y tomó a Jorge por los pies, tirando de él y haciéndonos caer. Me levanté como pude, y vi a que quien tenía a Jorge tomado de los pies, era un ser de lo mas horrible, pelado y de orejas puntiagudas, con una risa siniestra en la que se veían claramente los caninos superiores de un tamaño completamente antinatural. La desesperación se apoderó de mí, y comencé a patearlo mientras Mario tiraba de Jorge, hasta que logramos liberarlo. Alcanzamos la puerta, y el auto, subimos a Jorge a la parte trasera, me subí en el asiento del conductor y Mario a mi lado. Trabamos las puertas y nos disponíamos a partir, cuando uno de los seres se abalanzó sobre el parabrisas. Encendí el auto y aceleré, saliendo de allí a toda velocidad, al entrar en la ruta, el auto dio un salto y el ser que llevábamos en el capó, cayó al suelo.
                
—¡¿Qué mierda acaba de pasar?!— gritó Mario —¡¿Qué mierda fue todo eso?!
                
—Reinfeld. ¿Sabes quién era ese hombre? —Le pregunté
                
Mario negó con la cabeza.
                
—Reinfeld era el ayudante de Drácula, del Conde Drácula.

Confesión



Cuando le sacaron la capucha, sus ojos demoraron en acostumbrase a la potente y blanca luz que provenía de todas partes, la cabeza le dolía horrores.

Se encontraba atado, de pies y manos, a una silla en el centro de una habitación sin ventanas. Sentado, frente a él, estaba el cazador de La Compañía. Ignoraba cuanto tiempo llevaba siendo su prisionero, pero el Doctor Johannes, el mejor físico teórico del siglo XIV, y posiblemente de toda la historia, estaba completamente asustado.

—Doctor Johannes, ¿Cómo se encuentra usted hoy? — Preguntó el cazador, mientras le acercaba un poco de agua a la boca —Mi nombre es Roberto Liberman, y como supongo ya se habrá dado cuenta, soy un cazador.

—No me interesa quien es usted, y estaría mejor si me soltara.

—Sabe que eso no es posible— replicó —A menos que, por supuesto, nos provea del código de decrepitación de su disco de memoria. El que le sacamos de allí— señalando la pequeña cicatriz sobre la oreja izquierda de Johannes.

—Ah. Lo han encontrado—dijo el doctor, resignado —De cualquier manera, no obtendrán mucho de ese disco, tiene una encriptación de 32k-bits. Es imposible de descifrar sin la clave.

—Si, lo sabemos. Por eso apelo a….

—¡Nunca se los diré!—interrumpió Johannes— ¡Pueden torturarme todo lo que quieran! ¡Jamás le daré a la Compañía los planos del motor temporal! ¡JAMAS!

El cazador se limitó a sonreír.

—Como le decía— retomó con calma—Apelo a su buen corazón para que nos de voluntariamente la clave para desencriptar el disco. Personalmente, odio la tortura. La gente dice cualquier cosa con tal de evitar el dolor, y muchas veces mueren antes de decir la verdad. Es un ejercicio inútil.

Johannes lanzó una estruendosa carcajada.

—Dígame, ¿Porqué les daría voluntariamente semejante información?

—Eventualmente si, doctor. Conozco a los de su clase, y veo en sus ojos que el dolor no lo hará hablar. Pero siempre hay otros métodos.

El cazador sacó una fotografía de uno de sus bolsillos y se la mostró a Johannes.

—Esta, doctor, es mi familia. Mi esposa Susana, y mis hijas, Clara y Analía. Yo también soy un hombre de familia.

Johannes observó la foto y luego, miró incrédulo a Roberto.

—¿Qué tiene que ver su familia con todo esto?

—Oh, nada en realidad. Pero, así como me ve, o como puede pensar que me ve, como un ser despiadado y sin corazón. Soy en realidad un tipo que también tiene corazón, y que haría cualquier cosa por proteger y salvar a mi familia. Cualquier cosa, Doctor. ¿Usted no?

—Pues sí, claro que sí. ¿Qué clase de hombre sería si no protejo a mi familia?

—Exacto. ¿Qué clase de hombre sería? — Roberto se levantó de la silla y comenzó a caminar en círculos alrededor del doctor— ¿Qué clase de hombre sería si no protege a su esposa Anna, a su hijo Franz, o a los mellizos, Otto y Mikel? — Se detuvo frente a Johannes —Dígame, doctor ¿Qué clase de hombre sería?

Johannes miró al cazador, y este esbozó una sonrisa.

—Entiendo que dude, doctor. Pero le garantizo que los tenemos— El cazador se dirigió a un rincón se sacó de un compartimento oculto un violín.

—¿Lo reconoce?— le acercó el violín al doctor Johannes y le mostró la parte inferior del mismo, en donde se podía observar una pequeña marca, producto de un golpe ocurrido ya hace tiempo.
Johannes, quedó pasmado, atónito, incapaz de cerrar la boca. Era el violín de Franz.

—Así es doctor, veo que lo reconoce, es el violín de su hijo. Y le garantizo que Mikel no fue a su cita con el doctor para que lo trate de la fiebre que tenía.

Si a Johannes le quedaba alguna duda, esta desapareció al instante. Agachó la cabeza y comenzó a llorar.

—Oh vamos, doctor, no llore. Compórtese como un hombre. Debería haber sabido que esto pasaría. Cuando comentó en la Red Académica Mundial que ya tenía resueltas las principales ecuaciones del motor temporal decidimos actuar. ¿Semejante descubrimiento en manos de profesores? No lo creo. Una corporación como La Compañía le dará un mejor provecho.

—Todo lo que la compañía quiere es enviar información al pasado para aumentar sus ganancias en el presente.

—¿Y que tiene eso de malo? ¿No estamos, acaso, ayudando a nuestros accionistas a conseguir un mayor beneficio? Ahora, doctor, deme la clave, o lo único que le quedará de su familia es un triste recuerdo. Un recuerdo de su fracaso.

Johannes, cabizbajo, lloraba en silencio.

—Vamos, doctor—Continuó Roberto— No siga lamentándose por esta serie de eventos, en el fondo, usted sabía que esto podía pasar. Lo que mueve al mundo es el dinero, y las ganancias, las utopías murieron con el viejo siglo XX.

Johannes lanzó un largo suspiro y, resignado, le dictó una larga sucesión de números, los cuales Roberto transmitió por un pequeño micrófono oculto en su mano. Instantes después una puerta se abrió y una mujer asomó la cabeza.

—¿Y bien? — Preguntó Roberto.

—Lo tenemos. Tenemos los planos— Respondió.

—Muchas gracias, doctor— Dijo el cazador, al tiempo que soltaba la foto y se iba de la habitación— Alguien vendrá a liberarlo.

—Oiga, se le cayó la foto de su familia. ¿¡Y que hay de mi familia?! ¿Los van a soltar?

—Yo no tengo familia. Y la suya está en su casa. No somos criminales, doctor, solo somos hombres de negocios.

El cazador dejó la habitación mientras Johannes lo observaba, atónito.