lunes, 20 de noviembre de 2017

Ojos Rojos - Capítulo 2


El niño se había escapado. No importa, ya habría otros. Si tan solo no hubiera gritado, si tan solo nadie hubiera venido en su ayuda. El hombre que lo rescató, el padre aparentemente, no lo vio, no sintió su presencia. No tuvo miedo de penetrar en la oscuridad. El Maestro no va a estar feliz por esto, tantos años de preparación, de planificación y de sueños, se verán retrasados por este pequeño, pero a la vez importante fracaso.
Ojos Rojos pensaba todo esto y mucho más mientras viajaba por el tiempo y el tiempo, sabía que volver a los pies del Maestro con esta noticia no sería beneficioso para sí mismo, tenía que buscar la forma de compensarlo y ofrecerle algo que minimice el castigo, porque lo iba a castigar, de eso no había dudas. Solo le quedaba buscar la forma de que dicho castigo no sea tan grave.
Detuvo su viaje y paró en un tiempo indeterminado, en un lugar árido sin muestras de progreso de ningún tipo. Era de día, por lo que se ocultó entre las rocas, esperando que anocheciera. No tenía problemas en ocultarse en cualquier lado, debajo de rocas, entre las plantas, o dentro de ellas, como había hecho con los ligustros cuando intentó atrapar al niño. Era una de las ventajas de ser un ser sin cuerpo ni forma.
Cuando por fin oscureció salió de su escondite, el cielo estaba despejado y la luna brillaba por su ausencia. Tanto mejor, la oscuridad era su aliada.
Comenzó a flotar sin rumbo fijo, esperando encontrar algo con lo que complacer al maestro.
Luego de varias horas, cuando ya se disponía a continuar su viaje y probar mejor suerte en otro tiempo y otro espacio, lo vio.
Un hombre. Durmiendo.
La fogata a su lado, ya emitía los últimos latidos de su corta y brillosa vida. Al lado del hombre, un caballo, y al lado de éste se encontraba la montura. Contuvo sus ansias y examinó el escenario que se presentaba ante él.
El hombre era ya un hombre mayor, un anciano, no era lo ideal, lo ideal eran los niños, cuyas inocentes almas era lo que más deseaba el Maestro, pero a Ojos Rojos se le acababa el tiempo y necesitaba hacer algo. Sin dudarlo se lanzó al ataque.
Flotando en medio de la oscuridad, sin producir sonido alguno, fue directamente al hombre y lo penetró.
Inmediatamente una miríada de pensamientos invadió la mente de Ojos Rojos, penas, alegrías, decepciones, éxitos y fracasos de la vida del hombre se acumularon en la infinita mente de Ojos Rojos. Cuando se disponía a tomar el alma del hombre, entre el mar de recuerdos apareció un pueblo, sin nombre, pequeño y olvidado en el medio de donde sea que se encontraba ahora.
Se le ocurrió una idea. ¡Una idea genial!
Tomo el control del cuerpo del hombre, y se levantó.
Las brusquedades de movimientos despertaron al caballo, quien, al verlo, haciendo gala de los instintos que solo los animales poseen, relinchó y huyó despavorido.
El hombre sonrío, sus ojos rojos brillaban en la oscuridad, y comenzó su travesía hacia el pueblo.
Dentro del hombre, Ojos Rojos también sonreía.

domingo, 12 de noviembre de 2017

Ojos Rojos - Capitulo 1


—¡Hola ma!— Dijo una voz que, aun a través de un celular, sonaba infantil.
—Hijo, ven por favor, ya es tarde y mañana tienes escuela—
—Bueno, ahí voy— dijo Carlos, y cortó.
Carlos se encontraba en el parque, ubicado en la plaza central del barrio privado en donde vivía junto a su familia. La plaza consistía en un gran descampado mal iluminado, con unos pocos juegos infantiles y una cancha de futbol mal marcada. Se encontraba a la entrada del barrio y la casa de Carlos en el otro extremo, a cuatro cuadras de allí.
El barrio en general tenía poca iluminación, desde el parque a la casa de Carlos se podía ir por tres caminos, dos medianamente iluminados y más largos y uno directo, una línea recta, un sendero rodeado de ligustros mal cortados que era un pasaje directo del parque a la casa.
Carlos, de doce años recién cumplidos, se despidió de sus amigos, y partió hacia su casa, iba a tomar uno de los caminos iluminados, pero viendo que ya eran las nueve de la noche, quería llegar lo antes posible para minimizar los retos de su padre, quien no le gustaba que ande solo por el barrio, por más seguro que éste fuera, durante las noches de invierno, y enfiló para el pasaje.
Una fuerte ola polar había llegado a la ciudad y el frio se hacía sentir sin piedad, ayudado por un viento que calaba los huesos. Carlos llegó a la entrada del pasaje, el cual se extendía delante de él como una negra boca dispuesta a tragarse a quien se atreviera a ingresar. El viento sacudía las ramas de los ligustros que sobresalían como infinitas lenguas hambrientas, el sonido que producían era casi hipnótico.  Cuando estuvo por dar el primer paso, le pareció ver algo en el sendero, a lo lejos, dos luces que brillaban en la oscuridad. Dos ojos rojos.
Carlos se paralizó, luego escucho un aullido y un gato pasó corriendo a su lado. Varios animales andaban sueltos por el barrio. Una mayoría de perros y algunos gatos, Carlos los conocía a todos, o eso creía, no recordaba haber visto al gato que pasó a su lado. Giró para verlo marcharse, pero no vio nada.
Dudó un instante sobre qué hacer, ir ahora hacia los caminos iluminados le llevaría unos diez minutos, más otros quince en ir hasta su casa, pero si entraba ahora al sendero tardaría menos de cinco. Se decidió y entró.
Mientras caminaba, la oscuridad lo absorbía, lo penetraba. Escuchó un ruido detrás suyo. Giró y lo vio, el gato, o eso creía, solo se veían un par de ojos rojos, en la entrada del sendero, pero ningún gato, ninguna forma, nada. Solo los ojos, de un rojo intenso, brillante.
Carlos tomó una piedra y la arrojó a los ojos. Siempre se jactaba de su buena puntería y estaba seguro de haberle acertado a la cabeza de lo que sea que sostenía esos ojos, pero no, la piedra pasó de largo, entre los ojos, como si éstos flotaran en el aire.
Los ojos comenzaron a avanzar, a flotar, hacia él. Una ola invisible lo llevaba. Arriba, abajo, arriba, abajo, los ojos se acercaban a Carlos. 
La mayoría de las personas y, con total seguridad, la gran mayoría de los niños de doce años también, se hubieran quedado petrificados al presenciar semejante espectáculo, pero no Carlos, volvió a girar y corrió, a toda velocidad. 
No se molestó en girar, sabía que los ojos lo seguían. A medida que se acercaba a la mitad del camino, notó que algo lo frenaba, no sabía que era, hasta que los brazos le empezaron a arder.
Las ramas de los ligustros, que ya no eran tales, sino espinosas manos que intentaban atraparlo lo estaban cazando. Estaban ayudando al ser de ojos rojos.
Corría como podía, presa de un pánico indescriptible, la salida estaba cerca, y con ella la seguridad de su hogar y los brazos de su madre. Cuando faltaban casi cinco metros, algo le atrapó la pierna y cayó.
Intentó levantarse y no pudo, levantó la cabeza y veía la salida y la puerta de su casa, al otro lado de la calle en donde terminaba el sendero. Pero no podía moverse, estaba atrapado. El pánico, que le había dado energías para correr, ahora había desaparecido y cedió su lugar al miedo. 
Comenzó a llorar. Entre lágrimas vio la puerta de su casa abrirse. Tan lejos y tan cerca. 
Una figura se asomó por la puerta, Carlos no sabía si era su padre o su madre, pero gritó, gritó tan fuerte como pudo. Y se desmayó.
Cuando despertó se encontraba en su casa, tenía el tobillo hinchado, su padre se lo había envuelto con hielo y su madre lo consolaba.
Según le contó después su padre, cuando salió a la calle a esperarlo, lo escucho gritar y partió en su búsqueda, lo encontró desmayado en el sendero con el pie trabado en una raíz que sobresalía. Aparentemente cuando venía corriendo tropezó y se le dobló el tobillo, justo cuando gritó del dolor su padre lo escuchó y fue en su ayuda.
Cuando preguntó sobre los ojos rojos, ni su padre, ni su madre sabían a qué se refería, pero su padre le afirmaba que debía de haber sido un gato.
Eso ya no importaba para Carlos, había pasado por el sendero, algo que nunca volvería a hacer, y se había salvado por poco.

A lo lejos, en la oscuridad del sendero, unos ojos rojos miraban con malicia.