A Rodrigo le gustaba la lectura desde que era un niño. Sus padres le
habían inculcado ese gusto desde que era un pequeño bebé, leyéndole cuentos
todas las noches. Creció escuchando las fábulas de los hermanos Grimm y Hans
Andersen. Luego, en su adolescencia, siguió con Sherlock Holmes, vivió un mundo
de aventuras junto a Julio Verne y navegó los siete mares de la mano de Emilio
Salgari. Ya en su adolescencia, sus gustos migraron hacia las historias de
terror y ciencia ficción. Mientras cursaba la universidad seguía leyendo,
aunque, paulatinamente y sin darse cuenta, cambió las novelas por libros de
contabilidad, costos y economía. La biblioteca de su habitación comenzó a sumergirse
bajo un mar de polvo.
A pesar de que no
tocaba sus libros hacia años, Rodrigo se resistía a deshacerse de ellos.
Representaban una época feliz de su vida. Los manuales y textos que había
adquirido para sus estudios se encontraban apilados en el piso, excluidos del
lugar de honor.
Pasó el tiempo y
logró el ansiado título universitario que tanto esfuerzo le había costado. Sus
padres lo felicitaron, orgullosos de él, pero Rodrigo solo sentía desazón. Ser contador,
fue más un deseo de ellos que de él mismo.
Rodrigo realmente no sabía que quería. Solo estaba
seguro de que no quería ser un ser monótono, gris, viviendo para trabajar,
consumir y dormir.
Luego de los festejos con su familia por el logro
obtenido Rodrigo fue a su habitación, se recostó y cerró los ojos.
Lentamente sus
pensamientos fueron navegando en el mar de sus recuerdos hacia su juventud. Y
de allí a sus libros. Sin saber porque, movido por un impulso, fue hacia la
biblioteca. Pasó la mano por uno de los estantes y, mientras sus dedos dejaban
un camino entre el polvo, tuvo una sensación extraña, como si estuviera siendo
succionado por los libros. Rápidamente retiró la mano y la miró. La piel de sus
dedos estaba arrugada, como si hubieran estado bajo el agua. En la biblioteca,
el surco creado en el polvo había desaparecido. Volvió a pasar la mano y de
nuevo sintió la succión con mayor claridad. Rodrigo resistió el impulso de
retirar la mano fue succionado sin más.
Comenzó a caer a través de un vacío, del negro más
absoluto, que parecía no tener fin. De repente la luz se hizo de golpe y se
encontró acostado en un mar de arena. Se levantó y vio a su alrededor: un
desierto de dimensiones infinitas; pero no estaba solo, a sus espaldas se
encontraban una docena de hombres con la piel curtida por la falta de humedad y
cuyos ojos estaban completamente cubiertos por un leve tono azulado.
—Muad’Dib, ¡mira!
—dijo uno de ellos.
“No puede ser”,
pensó Rodrigo, “no puede ser”.
Pero lo era,
frente a él estaba Paul Atreides, y se encontraba en el desierto de Dune.
Paul comenzó a
caminar hacia él cuando, de repente, el suelo tembló.
—¡Shai-Ulud!
—gritó alguien y todos comenzaron a correr. Rodrigo, en cambio, aún sin poder
creer lo que estaba viviendo se quedó inmóvil.
El suelo debajo
de él comenzó a desaparecer y un gigantesco gusano de arena surgió de la nada y
lo tragó.
Rodrigo comenzó
nuevamente a caer en el vacío, Ahora se encontraba bajo una fuerte lluvia que le
golpeaba la cara, se paró y vio los carteles indicadores, se encontraba en el
cruce de Witcham Street y Jackson, junto a él un niño de impermeable amarillo
pasó corriendo, siguiendo un barco de papel, el cual se perdió en una
alcantarilla. El niño se agachó e intentó cogerlo.
—¡No, niño! ¡Sal
de allí! —dijo, y comenzó a correr hacia él. El niño metió la mano, y
desapareció. Rodrigo se lanzó hacia la alcantarilla, tras él, en un intento
fútil de rescatarlo, y volvió a encontrarse cayendo en el vacío.
Se encontraba
ahora frente a un incendio. Había bomberos por doquier y un fuerte olor a combustible.
Rodrigo comprendió todo al instante, los bomberos no estaban allí para apagar
el fuego, sino para potenciarlo. Estos, completamente vestidos de negro y con
el casco con el numero 451 grabado, alimentaban las llamas sin piedad.
—¡No quemen los
libros! —Comenzó a gritar, mientras corría desesperado hacia el incendio.
—¡Montag! —dijo
alguien —. ¡Detén a ese loco!
Montag intentó
detenerlo, pero ya era demasiado tarde. Rodrigo penetró en la casa y esta se
derrumbó tras su paso.
Una vez más,
penetró en el vacío. Pero esta vez Rodrigo no quería seguir recorriendo sus
libros, quería salir.
Sin saber cómo, tal vez porque así lo deseaba, se
encontró nuevamente en su habitación.
El cansancio recorría su cuerpo penetrándolo como
agua en tierra fértil. No entendía que había pasado. ¿Realmente había estado
dentro de esas historias? ¿Había visto al Muad’Dib en persona? ¿O su mente le
estaba jugando una mala pasada? No, esto ultimo era imposible. Aún podía sentir
el olor a combustible. Lo olfateaba. No era un engaño. Se miró en el espejo y
vió su cuerpo cubierto de arena, agua y cenizas.
Miró a la biblioteca, el surco que había creado con
sus manos había vuelto a desaparecer. Su vista se dirigió a los libros de contabilidad
que se encontraban en el suelo, los tocó y no sucedió nada.
Volvió a mirar la biblioteca, y sintió la tentación
de penetrar en ella una vez más. Solo que esta vez, él elegiría a donde ir. Y
sería para siempre. Ya había cumplido el
sueño de sus padres, ya se había recibido. Ahora quería ser él quien
determinara su destino.
Observó los títulos que poseía. Paseó su mirada por
Bradbury, Asimov, Lovecraft, Philip K. Dick, Arthur C. Clarke, Orson Scott
Card, Stephen King y, finalmente, se detuvo frente a un grueso libro de tapa
dura. No había pensado en ese libro en mucho tiempo. Era un libro que creaba un
mundo maravilloso, lleno de aventuras, de seres mágicos, duendes, elfos, héroes
y hobbits.
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