sábado, 24 de febrero de 2018

La biblioteca


A Rodrigo le gustaba la lectura desde que era un niño. Sus padres le habían inculcado ese gusto desde que era un pequeño bebé, leyéndole cuentos todas las noches. Creció escuchando las fábulas de los hermanos Grimm y Hans Andersen. Luego, en su adolescencia, siguió con Sherlock Holmes, vivió un mundo de aventuras junto a Julio Verne y navegó los siete mares de la mano de Emilio Salgari. Ya en su adolescencia, sus gustos migraron hacia las historias de terror y ciencia ficción. Mientras cursaba la universidad seguía leyendo, aunque, paulatinamente y sin darse cuenta, cambió las novelas por libros de contabilidad, costos y economía. La biblioteca de su habitación comenzó a sumergirse bajo un mar de polvo.
                
A pesar de que no tocaba sus libros hacia años, Rodrigo se resistía a deshacerse de ellos. Representaban una época feliz de su vida. Los manuales y textos que había adquirido para sus estudios se encontraban apilados en el piso, excluidos del lugar de honor.
                
Pasó el tiempo y logró el ansiado título universitario que tanto esfuerzo le había costado. Sus padres lo felicitaron, orgullosos de él, pero Rodrigo solo sentía desazón. Ser contador, fue más un deseo de ellos que de él mismo.

Rodrigo realmente no sabía que quería. Solo estaba seguro de que no quería ser un ser monótono, gris, viviendo para trabajar, consumir y dormir.

Luego de los festejos con su familia por el logro obtenido Rodrigo fue a su habitación, se recostó y cerró los ojos.

Lentamente sus pensamientos fueron navegando en el mar de sus recuerdos hacia su juventud. Y de allí a sus libros. Sin saber porque, movido por un impulso, fue hacia la biblioteca. Pasó la mano por uno de los estantes y, mientras sus dedos dejaban un camino entre el polvo, tuvo una sensación extraña, como si estuviera siendo succionado por los libros. Rápidamente retiró la mano y la miró. La piel de sus dedos estaba arrugada, como si hubieran estado bajo el agua. En la biblioteca, el surco creado en el polvo había desaparecido. Volvió a pasar la mano y de nuevo sintió la succión con mayor claridad. Rodrigo resistió el impulso de retirar la mano fue succionado sin más.

Comenzó a caer a través de un vacío, del negro más absoluto, que parecía no tener fin. De repente la luz se hizo de golpe y se encontró acostado en un mar de arena. Se levantó y vio a su alrededor: un desierto de dimensiones infinitas; pero no estaba solo, a sus espaldas se encontraban una docena de hombres con la piel curtida por la falta de humedad y cuyos ojos estaban completamente cubiertos por un leve tono azulado.
                
—Muad’Dib, ¡mira! —dijo uno de ellos.
                
“No puede ser”, pensó Rodrigo, “no puede ser”.
                
Pero lo era, frente a él estaba Paul Atreides, y se encontraba en el desierto de Dune.
                
Paul comenzó a caminar hacia él cuando, de repente, el suelo tembló.
                
—¡Shai-Ulud! —gritó alguien y todos comenzaron a correr. Rodrigo, en cambio, aún sin poder creer lo que estaba viviendo se quedó inmóvil.
                
El suelo debajo de él comenzó a desaparecer y un gigantesco gusano de arena surgió de la nada y lo tragó.
                
Rodrigo comenzó nuevamente a caer en el vacío, Ahora se encontraba bajo una fuerte lluvia que le golpeaba la cara, se paró y vio los carteles indicadores, se encontraba en el cruce de Witcham Street y Jackson, junto a él un niño de impermeable amarillo pasó corriendo, siguiendo un barco de papel, el cual se perdió en una alcantarilla. El niño se agachó e intentó cogerlo.
                
—¡No, niño! ¡Sal de allí! —dijo, y comenzó a correr hacia él. El niño metió la mano, y desapareció. Rodrigo se lanzó hacia la alcantarilla, tras él, en un intento fútil de rescatarlo, y volvió a encontrarse cayendo en el vacío.
                
Se encontraba ahora frente a un incendio. Había bomberos por doquier y un fuerte olor a combustible. Rodrigo comprendió todo al instante, los bomberos no estaban allí para apagar el fuego, sino para potenciarlo. Estos, completamente vestidos de negro y con el casco con el numero 451 grabado, alimentaban las llamas sin piedad.
                
—¡No quemen los libros! —Comenzó a gritar, mientras corría desesperado hacia el incendio.
                
—¡Montag! —dijo alguien —. ¡Detén a ese loco!
                
Montag intentó detenerlo, pero ya era demasiado tarde. Rodrigo penetró en la casa y esta se derrumbó tras su paso.
                
Una vez más, penetró en el vacío. Pero esta vez Rodrigo no quería seguir recorriendo sus libros, quería salir.

Sin saber cómo, tal vez porque así lo deseaba, se encontró nuevamente en su habitación.

El cansancio recorría su cuerpo penetrándolo como agua en tierra fértil. No entendía que había pasado. ¿Realmente había estado dentro de esas historias? ¿Había visto al Muad’Dib en persona? ¿O su mente le estaba jugando una mala pasada? No, esto ultimo era imposible. Aún podía sentir el olor a combustible. Lo olfateaba. No era un engaño. Se miró en el espejo y vió su cuerpo cubierto de arena, agua y cenizas.

Miró a la biblioteca, el surco que había creado con sus manos había vuelto a desaparecer. Su vista se dirigió a los libros de contabilidad que se encontraban en el suelo, los tocó y no sucedió nada.

Volvió a mirar la biblioteca, y sintió la tentación de penetrar en ella una vez más. Solo que esta vez, él elegiría a donde ir. Y sería para siempre.  Ya había cumplido el sueño de sus padres, ya se había recibido. Ahora quería ser él quien determinara su destino.

Observó los títulos que poseía. Paseó su mirada por Bradbury, Asimov, Lovecraft, Philip K. Dick, Arthur C. Clarke, Orson Scott Card, Stephen King y, finalmente, se detuvo frente a un grueso libro de tapa dura. No había pensado en ese libro en mucho tiempo. Era un libro que creaba un mundo maravilloso, lleno de aventuras, de seres mágicos, duendes, elfos, héroes y hobbits.

Rodrigó sonrió, pasó la mano por su cubierta, y desapareció.

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