Era una fría noche de invierno y el viaje hasta la ciudad era
interminable, aún nos quedaban cerca de doscientos kilómetros cuando divisamos
un bar, allí mismo, en el medio de la nada, al costado de la ruta.
Jorge, el
conductor en ese momento, frenó sin dudar y estacionó cerca de la entrada. Mario, quien iba durmiendo en la parte trasera
del auto se despertó de golpe.
—Vamos a un café,
estoy muerto de sueño, y después seguimos nuestro camino— Dijo Jorge al tiempo
que salía del auto.
Yo, que iba de acompañante me bajé sin decir nada y Mario, luego de
fregarse la cara con las manos, hizo lo mismo.
El bar en
cuestión no era mas que una vieja casa, de esas que aún se ven en el campo en
Argentina, edificada en el medio de la nada, pero como si estuviera en una
esquina, con la puerta en la ochava. Las paredes, en otro tiempo blancas,
estaban bañadas por la suciedad, y las puertas y ventanas, de madera, se lucían
a tono. Sobre la puerta, como único signo de que estábamos en el siglo XXI, figuraba
un gran cartel de Neón, que nos enceguecía y simplemente escribía “Bar”.
Al ingresar, una
atmósfera de humo, alcohol y humedad nos invadió. Unas tenues luces, colgadas
aquí y allá, mantenían el bar en penumbras. Se divisaban mesas, distribuidas
irregularmente por todo el establecimiento y algunas estaban ocupadas por lo
que supuse eran lugareños. El suelo estaba cubierto de manchas de una tonalidad
casi negra, sin llegar a serlo. Eran de un color de lo más extraño.
Nos dirigimos a la barra.
Un hombre de
aspecto desgarbado, pelado y con una amplia sonrisa, que evidenciaba varios
huecos entre sus dientes amarillos nos atendió:
—Bienvenidos. ¿Qué desean los caballeros? —
Jorge y yo nos
quedamos mirándolo horrorizado; jamás habíamos visto alguien tan feo.
—Tres cafés— Dijo
Mario, aún medio dormido, mientras apoyaba los codos en la barra y recorría el
lugar con la vista.
—En este bar no
servimos café, señorito— con voz burlona.
Mario se dio
vuelta y lo miró fijamente. El hombre sonreía.
De repente, tuve la sensación de que miles de ojos me penetraban, me atravesaban como cuchillos invisibles. Sentía el poder de esas miradas encima mío.
—Mejor nos
vamos—le digo a los demás —seguro encontraremos alguna estación de servicio cerca.
El barman, giró
la cabeza hacia la derecha, como si alguien le estuviera hablando
—¡Si, si, si! ¡A
la orden! —dijo en un tono completamente sumiso, dirigiéndose a nadie en
particular. Desapareció debajo de la barra, y al instante nos ofreció tres tazas
de café negro cuyo aroma era embriagador.
—Oiga, usted— Le
dijo Jorge —¿Cómo se llama este lugar?
—Bar—respondió el
hombre, secamente.
—Que nombre tan
original—Le dije —Y usted, supongo que se llamara barman.
—No. Mi nombre es
Reinfeld.
Lo miré sin
contestarle, mientras el olor del café penetraba por mis narices. Por alguna
razón ese nombre me resultaba familiar. ¿Dónde lo había oído antes?
Jorge estaba
terminando la taza de café cuando cayó inconsciente, se golpeó la cabeza con el
borde de la barra y le comenzó a sangrar profusamente. Reinfeld, al ver esto,
comenzó a saltar y chillar mientras los lugareños se levantaron de sus sillas,
al unísono.
—Tomen su café,
señoritos, tomen su café— Nos decía Reinfeld, al tiempo que se movía de un lado
a otro, mirando el charco de sangre que se iba formando alrededor de la cabeza
de Jorge. Miré la taza de Mario, y éste apenas había probado una gota.
—Tomen su café
ahooooraaaaaa—Cantaba Reinfeld —Ahooooraaaaaa. Él viene, ya viene, ya
vieeeeeeeeneeeeeeeeeeeee.
De repente, como
un mazazo vino a mi memoria. No había oído nunca el nombre de Reinfeld, lo había
leído. Lo había leído en un libro, pero era imposible, era demasiada
casualidad.
Mario se
encontraba agachado, al lado de Jorge, tapando la herida con sus manos. Su
mirada iba de Reinfeld a los lugareños, y de los lugareños a Reinfeld.
Me agaché y pasé
uno de los brazos de Jorge por mi cuello.
—Mario, ayúdame,
¡tenemos que irnos ya mismo!
—¿Qué mierda está
pasando aquí?— me preguntó.
Los lugareños comenzaron
a avanzar hacia nosotros, sus ojos estaban completamente rojos. Reinfeld seguía
saltando y cantando.
—¡Vamonos ya! —
Le grité — ¡Rápido!
Mario pasó el
otro brazo de Jorge por su cuello, y comenzamos a correr. Tropezamos con mesas
y sillas. Uno de los lugareños, saltó detrás nuestro y tomó a Jorge por los
pies, tirando de él y haciéndonos caer. Me levanté como pude, y vi a que quien
tenía a Jorge tomado de los pies, era un ser de lo mas horrible, pelado y de
orejas puntiagudas, con una risa siniestra en la que se veían claramente los
caninos superiores de un tamaño completamente antinatural. La desesperación se
apoderó de mí, y comencé a patearlo mientras Mario tiraba de Jorge, hasta que
logramos liberarlo. Alcanzamos la puerta, y el auto, subimos a Jorge a la parte
trasera, me subí en el asiento del conductor y Mario a mi lado. Trabamos las
puertas y nos disponíamos a partir, cuando uno de los seres se abalanzó sobre
el parabrisas. Encendí el auto y aceleré, saliendo de allí a toda velocidad, al
entrar en la ruta, el auto dio un salto y el ser que llevábamos en el capó,
cayó al suelo.
—¡¿Qué mierda
acaba de pasar?!— gritó Mario —¡¿Qué mierda fue todo eso?!
—Reinfeld. ¿Sabes
quién era ese hombre? —Le pregunté
Mario negó con la
cabeza.
—Reinfeld era el ayudante de Drácula, del Conde Drácula.
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