—¡Hola ma!—
Dijo una voz que, aun a través de un celular, sonaba infantil.
—Hijo, ven
por favor, ya es tarde y mañana tienes escuela—
—Bueno, ahí
voy— dijo Carlos, y cortó.
Carlos se
encontraba en el parque, ubicado en la plaza central del barrio privado en
donde vivía junto a su familia. La plaza consistía en un gran descampado mal
iluminado, con unos pocos juegos infantiles y una cancha de futbol mal marcada.
Se encontraba a la entrada del barrio y la casa de Carlos en el otro extremo, a
cuatro cuadras de allí.
El barrio
en general tenía poca iluminación, desde el parque a la casa de Carlos se podía
ir por tres caminos, dos medianamente iluminados y más largos y uno directo,
una línea recta, un sendero rodeado de ligustros mal cortados que era un pasaje
directo del parque a la casa.
Carlos, de
doce años recién cumplidos, se despidió de sus amigos, y partió hacia su casa,
iba a tomar uno de los caminos iluminados, pero viendo que ya eran las nueve de
la noche, quería llegar lo antes posible para minimizar los retos de su padre,
quien no le gustaba que ande solo por el barrio, por más seguro que éste fuera,
durante las noches de invierno, y enfiló para el pasaje.
Una fuerte
ola polar había llegado a la ciudad y el frio se hacía sentir sin piedad,
ayudado por un viento que calaba los huesos. Carlos llegó a la entrada del
pasaje, el cual se extendía delante de él como una negra boca dispuesta a
tragarse a quien se atreviera a ingresar. El viento sacudía las ramas de los
ligustros que sobresalían como infinitas lenguas hambrientas, el sonido que
producían era casi hipnótico. Cuando estuvo por dar el primer paso, le
pareció ver algo en el sendero, a lo lejos, dos luces que brillaban en la
oscuridad. Dos ojos rojos.
Carlos se
paralizó, luego escucho un aullido y un gato pasó corriendo a su lado. Varios
animales andaban sueltos por el barrio. Una mayoría de perros y algunos gatos,
Carlos los conocía a todos, o eso creía, no recordaba haber visto al gato que
pasó a su lado. Giró para verlo marcharse, pero no vio nada.
Dudó un
instante sobre qué hacer, ir ahora hacia los caminos iluminados le llevaría
unos diez minutos, más otros quince en ir hasta su casa, pero si entraba ahora
al sendero tardaría menos de cinco. Se decidió y entró.
Mientras
caminaba, la oscuridad lo absorbía, lo penetraba. Escuchó un ruido detrás suyo.
Giró y lo vio, el gato, o eso creía, solo se veían un par de ojos rojos, en la
entrada del sendero, pero ningún gato, ninguna forma, nada. Solo los ojos, de
un rojo intenso, brillante.
Carlos tomó
una piedra y la arrojó a los ojos. Siempre se jactaba de su buena puntería y
estaba seguro de haberle acertado a la cabeza de lo que sea que sostenía esos
ojos, pero no, la piedra pasó de largo, entre los ojos, como si éstos flotaran
en el aire.
Los ojos
comenzaron a avanzar, a flotar, hacia él. Una ola invisible lo llevaba. Arriba,
abajo, arriba, abajo, los ojos se acercaban a Carlos.
La mayoría
de las personas y, con total seguridad, la gran mayoría de los niños de doce
años también, se hubieran quedado petrificados al presenciar semejante
espectáculo, pero no Carlos, volvió a girar y corrió, a toda velocidad.
No se
molestó en girar, sabía que los ojos lo seguían. A medida que se acercaba a la
mitad del camino, notó que algo lo frenaba, no sabía que era, hasta que los
brazos le empezaron a arder.
Las ramas
de los ligustros, que ya no eran tales, sino espinosas manos que intentaban
atraparlo lo estaban cazando. Estaban ayudando al ser de ojos rojos.
Corría como
podía, presa de un pánico indescriptible, la salida estaba cerca, y con ella la
seguridad de su hogar y los brazos de su madre. Cuando faltaban casi cinco
metros, algo le atrapó la pierna y cayó.
Intentó
levantarse y no pudo, levantó la cabeza y veía la salida y la puerta de su
casa, al otro lado de la calle en donde terminaba el sendero. Pero no podía
moverse, estaba atrapado. El pánico, que le había dado energías para correr,
ahora había desaparecido y cedió su lugar al miedo.
Comenzó a
llorar. Entre lágrimas vio la puerta de su casa abrirse. Tan lejos y tan
cerca.
Una figura
se asomó por la puerta, Carlos no sabía si era su padre o su madre, pero gritó,
gritó tan fuerte como pudo. Y se desmayó.
Cuando
despertó se encontraba en su casa, tenía el tobillo hinchado, su padre se lo
había envuelto con hielo y su madre lo consolaba.
Según le
contó después su padre, cuando salió a la calle a esperarlo, lo escucho gritar
y partió en su búsqueda, lo encontró desmayado en el sendero con el pie trabado
en una raíz que sobresalía. Aparentemente cuando venía corriendo tropezó y se
le dobló el tobillo, justo cuando gritó del dolor su padre lo escuchó y fue en
su ayuda.
Cuando
preguntó sobre los ojos rojos, ni su padre, ni su madre sabían a qué se
refería, pero su padre le afirmaba que debía de haber sido un gato.
Eso ya no
importaba para Carlos, había pasado por el sendero, algo que nunca volvería a
hacer, y se había salvado por poco.
A lo lejos,
en la oscuridad del sendero, unos ojos rojos miraban con malicia.
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